28 feb 2016

Caravaggio e Muñoz Molina

Muñoz Molina amosa a súa paixón por Caravaggio neste artigo publicado no xornal "El País" en xuño do 2009.


Vuelvo a Roma diciéndome que esta vez no me voy a perder los cuadros de Caravaggio en la iglesia de San Luis de los Franceses, especialmente uno, la Vocación de San Mateo, que es una de las pinturas que más me conmueven en el mundo, aunque no la he visto nunca de verdad. La tengo en una postal pegada sobre mi escritorio, como un recuerdo de Caravaggio y también de la persona tan querida que me la envió, sabiendo cuánto me gustaba. La he estudiado en reproducciones, fijándome en esa luz sobrenatural que la atraviesa, en la penumbra de fondo en la que debió de fijarse tan atentamente Velázquez en sus viajes a Roma.

Porque no he podido verla hasta ahora, esa pintura que me parece conocer bien es todavía más valiosa. En unos tiempos de accesibilidad universal e instantánea, pero también ilusoria, la presencia irreductible de una obra de arte en un lugar único, en un espacio preciso, es un antídoto contra las fantasmagorías de lo virtual. En esa postal que tengo sobre mi escritorio, en las láminas de los libros, en las imágenes del ciberespacio y de los documentales, la Vocación de San Mateo multiplica su hechizo y se nos vuelve familiar según aprendemos a advertir su originalidad, intentando mirarla como la vieron sus contemporáneos, un borbotón agresivo de realidad que hasta entonces no se había mostrado en la pintura, una crudeza casi tan atrevida como la que tuvo Manet más de dos siglos y medio después al pintar a una mujer desnuda que mira a los ojos al espectador y que habita como él en el mundo real, no en las nebulosidades vagamente eróticas de la mitología. Cristo entra en el sótano o en el zaguán donde el recaudador de impuestos cuenta monedas y no comprende cómo está siendo elegido a pesar de su oficio infame, por qué esa mirada y ese gesto del dedo índice lo distinguen a él entre los personajes dudosos que lo rodean, maleantes, estafadores, usureros. Por primera vez, un pintor se atreve a incluir en el relato de un pasaje evangélico una escena de la misma vida real que verían a diario sus ojos: los tahúres, los espadachines y rufianes de las tabernas, el paisaje humano que Caravaggio debió de conocer tan bien, y que le seducía en la misma medida que los talleres de los pintores y que las estancias de ese palacio en el que fue acogido por el cardenal Del Monte, donde se discutían con fervor las innovaciones más audaces, lo mismo en la astronomía que en la música, en la pintura y en la literatura que en la alquimia. El cardenal Del Monte protegía a Caravaggio y también a Galileo: es tentador imaginar que los dos hombres se encontraron en su palacio, que pudieron conversar sobre la pasión que tenían en común, la de mirar las cosas sin la telaraña de las tradiciones y las ortodoxias, con una curiosidad incorruptible. Con la ayuda de su telescopio y su decisión de ver, Galileo miró la Luna y comprobó que no era la esfera perfecta y sublime que había dictaminado Aristóteles, sino un desorden de rocas, llanuras, cordilleras, barrancos. A Caravaggio le encargaron que representara los personajes evangélicos, y lo que vio no fue las caras ideales y las actitudes nobles, las escenografías abstractas de la tradición: vio seres humanos con las caras gastadas por la intemperie y el trabajo, con los pies grandes y sucios de los campesinos, moviéndose en el mismo mundo desgarrado y convulso en el que él tan expertamente se movía, con una mezcla de refinamiento y vulgaridad, de contemplación y descaro, en la que hay algo muy romano.
Buscas a Roma en Roma, oh peregrino, dice Quevedo. Vuelvo a Roma, donde he sido feliz tantas veces, y al principio, como tantas veces, al mismo tiempo parece que he perdido el antiguo equilibrio entre el deslumbramiento y la irritación, entre la belleza y el desorden, el esplendor y la cochambre. Hay más mendigos que nunca, más sinvergüenzas, más tráfico, más tiendas de baratijas turísticas, más socavones, más motos dispuestas a arrollarlo a uno en la incertidumbre de los pasos de cebra, en los que las líneas blancas no han sido repintadas hace muchos años. Los amigos que viven en la ciudad nos cuentan lo difícil que se hace la vida cotidiana: abrir una cuenta en el banco, lograr una línea telefónica, una conexión decente a Internet. Pero lo cuentan en una taberna al aire libre en una plazoleta, en la noche cálida y perfumada del verano, entre muros de palacios que son garajes y fachadas ocres que tienen los desconchones y los arañazos de una perduración ennoblecida por el desgaste del tiempo; lo cuentan delante del blanco suculento, resplandeciente, de una burrata salpicada por el oro del aceite de oliva y el rojo admirable de los tomates diminutos partidos por la mitad, y después continúan sus quejas mientras compartimos una pasta en la que la máxima sofisticación de los sabores está lograda con la máxima simpleza, y mientras a nuestro alrededor, en las mesas contiguas, la gente conversa en italiano con una rumorosa placidez.
Busco en Roma la Roma de mi primer viaje, con los bolsillos vacíos y los ojos hambrientos, con poco más de veinte años; la de otros regresos en los que la educación de la mirada ha sido inseparable del fervor de las caminatas y el gusto compartido de vivir. En el plano que me han dado en el hotel señalo la plaza en la que está San Luis de los Franceses y dibujo el itinerario del paseo, que a cada paso, literalmente, queda interrumpido por un trance de hallazgo o de reconocimiento. Para mi alarma, casi mi desconsuelo, la fachada de San Luis está cubierta de andamios, de telones y vallas de madera. Sobre una puerta lateral que parece la única accesible hay un cartel con los horarios de visita, a todas luces calculados para mi frustración personal. Si no veo hoy los caravaggios tendré que seguir esperando hasta otro viaje. Un plato de spaghetti con almejas y un helado convierten la espera en la ocasión de nuevas formas de delicia. Por fin, a las cuatro en punto, podemos internarnos en la penumbra barroca de la iglesia, acercarnos a la capilla en la que está la Vocación de San Mateo. La sensación de instantaneidad es la misma que hay en el cuadro: el momento justo en el que Cristo levanta la mano con una extraña mezcla de lasitud y determinación y señala hacia el cobrador de impuestos; en el que éste mira con asombro y miedo y se señala incrédulamente a sí mismo con una mano, y con la otra interrumpe el gesto de contar las monedas que todavía tiene entre los dedos. Todo es un duelo de miradas, ese instante detenido y eterno en el que una vida cambia de golpe y para siempre. A continuación suena un chasquido seco y se hace la oscuridad. Para seguir mirando la Vocación de San Mateo durante unos minutos más he de echar en una ranura una moneda de un euro.

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